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Tsunami en Indonesia: travesía por la carretera de la muerte

Por la calzada entre Palu y Donggala pueden verse aldeas arrasadas junto a otras intactas

Los terremotos se rigen por una lógica inasible para el neófito. La misma energía que arrasa un bloque de viviendas respeta la vecina como si fuera algo ajeno a la tragedia. Makmur Hasgar descubrió para su beneficio que los tsunamis siguen la misma dinámica.

El furor devastador de las olas golpeó en la playa de Talise, a la izquierda de donde se encuentra ubicado su humilde comercio. También lo hizo a la derecha, en Buluri. Pero en su caso, por algún designio del destino, el empuje de las olas se frenó justo antes de la carretera que une a la ciudad de Palu y Donggala. Al otro lado de esa vía se encontraba el antiguo empleado de Naciones Unidas de 48 años, remiso a su suerte.

«Sabía que venía el tsunami, pero no podía huir y dejar mi tienda vacía. Tenía miedo de que la saquearan. Fue un milagro o suerte. El agua se detuvo en los árboles», asevera sentado en el rellano del pequeño habitáculo de madera y planchas de aluminio.

Cualquiera de las dos cosas, milagro o suerte, le permitieron salvar la vida ya que adonde llegó la furia del mar en su apogeo las víctimas se contaron por centenares.

La ruta entre Palu y Donggala es un recorrido por una destrucción aleatoria, en la que unas zonas aparecen arrasadas hasta los cimientos y otras han sido respetadas por la naturaleza.

Los participantes en el conocido Festival de música tradicional que recuerda el legado de la tribu Kali -los habitantes originales de esta región- y que se celebra en esta localidad desde 2008 no fueron tan agraciados como Makmur.

El Festival Nomoni -así se le conoce- se debía desarrollar en Palu durante tres jornadas que comenzaron el 28 de septiembre. Los enormes carteles que lo anuncian todavía se multiplican por la metrópoli. «El mejor festival costero del mundo. Para hacer conocer a las Islas Célebes en todo el mundo», se leía en uno de los anuncios.

Los cientos de personas que festejaban en Telise esa tarde no podían imaginar que las Célebes si se convertirían en referente mediático mundial, pero en este caso por una triste razón muy ajena al evento cultural. Tampoco sabían que ese día 28, para muchos, era su última jornada de existencia. La avalancha de agua acabó con la vida de un amplio número de participantes y de varios cientos de agentes que custodiaban la cita.

Muchos ignoraron la amenaza. Quizás porque el 63% de la población de Palu no escuchó las alarmas que genera el sistema anti tsunami, como reconoció el portavoz de la Agencia Nacional de Gestión de Desastres, Sutopo Purwo Nugroho. O al formar parte del 71% que nunca había asistido a un simulacro sobre este tipo de amenazas.

O simplemente, fruto de la inconsciencia. Ese fue el caso del fotógrafo Rifki Hasan, que tras producirse el terremoto se encaramó en su motocicleta y aceleró para situarse en uno de los pisos elevados del centro comercial Matahari a la espera del tsunami que intuía que se iba a producir.

El azar estuvo de su lado, como ocurrió con Makmur. El fue uno de los autores de los estremecedores vídeos de la aproximación del tsunami que se difundieron el primer día y que permitieron intuir el alcance de la desgracia que se había abatido sobre Palu.

«El agua arrasó todo, pero no llegó hasta nuestro piso. Había dejado la moto en el aparcamiento. Terminó destruida, a varios metros del lugar», indicó.

En las inmediaciones del Matahari y de la Universidad Islámica que se encuentra a su costado, todavía huele a muerte. Los equipos de rescate siguen intentando encontrar los despojos de los desaparecidos. «Rezad por Palu», proclaman varias pintadas garabateadas sobre los muros que permanecen erguidos en medio de las ruinas.

Más de 1.400 muertos

Telise es el punto de partida de la ruta de 35 kilómetros que discurre hasta Donggala. Allí mismo el tsunami hizo desaparecer las decenas de cafeterías que se alineaban en esa conocida playa, arrastró y doblegó los contenedores que usaban los vendedores de comida que participaban en el Festival Nomoni, y volatilizó las viviendas de la citada aldea de Buluri. Ahora, en ese mismo lugar, sólo hay solares.

Conforme se avanza por el camino se multiplican los daños causados por el oleaje, los pequeños campos de desplazados creados con chamizos de plástico y cuerdas, y los grupos de residentes locales que han creado sus propios controles en los que solicitan limosna para poder sobrellevar su infortunio.

En una factoría de gravilla, el agua consiguió machacar las excavadoras y los camiones hasta transformarlos en amasijos de hierro. En otra playa colocó una roca de coral de varias toneladas que debió de arrancar del lecho marino.

Según la oficina de Coordinación de Asuntos Humanitarios de la ONU, esta triple tragedia -terremoto, tsunami y licuefacción del suelo– ha dejado al menos 1.407 muertos. En Donggala, pese al embate del mar, tan sólo fueron 153.

La mayoría de los residentes de los poblados costeros sí eran conscientes de la secuencia que siguen este tipo de sucesos. Primero el remezón sísmico. Después el muro de agua.

Por eso huyeron a la carrera hacia las colinas cercanas. Eso fue lo que hizo Melsi Pangalo. La joven lleva cinco días instalada a la sombra de un árbol junto a la extensión de montículos de escombros, maderos y muebles que antes era su aldea: Loli Saluran. Sobre su pierna dormita su hijo de dos años.

«Todos salimos corriendo hacia los montes. Pasamos allí seis horas y después bajamos. Entonces descubrimos que cuatro personas no habían huido y murieron. Una era mi abuela. Tenía 60 años y no podía correr», relata.

Donggala era reputada por el encanto de destinos como la playa de Cabo Coral -propia de cualquier postal- o los «bosques» de manglares. La página local Detik.com le otorgó el miércoles un nuevo apodo: «la bella de luto».

Los manglares se han quedado secos y la costa -antaño propicia para el baño- repleta de árboles arrancados de cuajo, postes de la electricidad y despojos de todo tipo.

Como Palu, la ciudad propiamente dicha presenta daños en áreas muy concretas. El resto sigue casi intacto, aunque parcialmente abandonada.

En el puerto uno se puede encontrar con media docena de barcos varados o hundidos, y uno -el de Haji Anti Ismael- empotrado en mitad de las calles. «Estábamos fondeados a varios metros de la costa y cuando llegó el tsunami nos empujó contra la ciudad», refiere gritando desde la embarcación, que sigue usando como su residencia provisional.

Recuerda que las olas empezaron a balancear el navío de pesca de forma violenta. Él y los otros cuatro miembros de la tripulación se agarraron al mástil y comenzaron a gritar «¡Ala Uakbar! ¡Ala Uakbar!» («Dios es grande») «Pensaba que íbamos a morir todos», añade.

En el barrio de Tanjun Gato, pegado al mar, murieron cerca de 40 personas. Una decena de ellas, niños que se encontraban en un colegio que terminó engullido por el mar.

La zona es una sucesión de habitáculos semi hundidos en el océano. Un edificio de cuatro plantas se encuentra escorado ampliamente hacia la superficie líquida, a la espera de que otra réplica acabe con lo que empezó el movimiento sísmico.

«Unos 20 ó 30 metros de costa se hundieron con el terremoto. Un almacén, una carretera.. Desaparecieron en el agua. Antes en la playa el agua te llegaba a la rodilla. Ahora no hay playa sino un desnivel de 30 metros», aduce Wawan Tuliabo, de 26 años.

El chaval describe un área en la que las nuevas viviendas se edificaron ganando espacio al mar. Fue el mismo terreno que volvió a recuperar el día 28.

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